La presentación y validez de la opinión

María Fernanda Trujillo De La Paz 

Con la evolución de las redes sociales la facilidad para expresar una opinión personal o colectiva ha aumentado. Ya sea por medio de un comentario, una imagen con texto, un video o un podcast, por nombrar algunos formatos, exponer una postura personal parece ser un proceso sin obstáculos y una gran herramienta para ejercer la libertad de expresión. Sin embargo, esto es justamente lo que, a mi parecer, vuelve a las opiniones un elemento social problemático, especialmente cuando estas parten de un punto de desconocimiento, desinformación o mala intención y se presentan con un carácter determinante que conlleva una pretensión de configurarse una verdad absoluta, como podrían ser las teorías de conspiración.  

Para explicar lo anterior, podemos tomar como ejemplo los casos en los que se discuten problemáticas como la aplicación de vacunas, los derechos de las personas LGBTIQ+, la migración, la despenalización del aborto o la inclusión de personas de diversos orígenes étnicos en el cine y la televisión; todos los temas anteriores están actualmente presentes en la mayoría de las discusiones en foros en línea y en espacios de convivencia.

Naturalmente, cualquiera es libre de emitir una opinión, el problema es que estas opiniones no siempre parten de una postura flexible, fundamentada en información confiable, difícilmente están libres de juicios de valor que se presentan como ataques directos a una persona o grupos de personas disfrazados de un derecho a la libre expresión y cuando se intenta entrar en una discusión crítica, quienes inicialmente externaron dicho tipo de opiniones optan por utilizar argumentos morales que al ser contradichos responden diciendo que no hay nada de malo en su opinión porque simplemente es eso, una opinión. Asimismo, una opinión no es inofensiva como se cree y puede tener repercusiones serias en la vida real de las personas fuera de los espacios virtuales. 

Antes de la llegada de las redes sociales, era limitado el número de personas que podían expresar su forma de pensar en un medio que trascendiera más allá de los círculos sociales cercanos y alcanzara a cubrir la esfera pública; personas informadas, con un pensamiento crítico y analítico, con acceso a la publicación en periódicos, revistas, radio y televisión, o cuyo cargo les otorgase una plataforma física, como podría ser un orador. Usualmente cuando alguien llegaba a tener un espacio para expresarse era porque previamente ya había pasado por ciertos filtros que moderaran su mensaje. Hoy en día cualquiera puede hacerse oír sin atravesar por una cantidad considerable de barreras. Lo anterior no es una realidad en todos los lugares ni en todos los espacios: Facebook e Instagram, por poner un ejemplo, limitan el uso de lenguaje altisonante o palabras clave que puedan resultar controversiales u ofensivas. Pero ¿podría lo anterior ser considerado como censura? o ¿es esto simplemente una medida razonable para mantener las interacciones bajo moderación?  

Ciertamente no es muy complicado tener acceso a información casi de cualquier tipo, tampoco hacer llegar esta información a otras personas. Por eso mismo la moderación puede ser una forma eficaz de mantener regulada la información potencialmente dañina, como discursos de odio, imágenes violentas o incitaciones a transgredir.

La moderación en redes sociales suele responder a un contexto cultural y político específico, que varía en cada época y sociedad, y determina lo que es considerado como correcto o incorrecto, lo que puede llevar a plantearnos  ¿quiénes tienen el derecho de determinar lo que es o no apropiado? Con la intención de dar respuesta a lo anterior, puedo decir que, si una opinión tiene repercusiones dañinas en el bienestar de una persona o un grupo específico de personas, entonces no es correcto externarla. Existen personas que son consideradas como autoridades en ciertos temas por su nivel de preparación, pero incluso esas figuras pueden equivocarse y su opinión tampoco constituye una realidad inamovible.  

Difícilmente puede darse una respuesta absoluta a esta y otras interrogantes planteadas anteriormente, pero sí podemos considerar algunas cosas antes de externar una opinión, por ejemplo: preguntarnos si nuestra opinión afecta directamente a alguien, si la emitimos desde una postura moral o ideológica o si es una opinión que requirió un amplio trabajo de entendimiento del tema y está siendo expresada de manera respetuosa, tener cuidado con la información que leemos, si no estamos seguros de algo consultarlo a una persona que sepa más al respecto, si estamos de acuerdo con algo o si nuestras ideas se alinean con cierta postura, asegurarnos de también llevar a cabo una consulta de la opinión contraria con una mirada reflexiva y abierta a reinterpretaciones o a enmendar nuestros errores y, finalmente, considerar que no toda la información que recibimos, por más estructurada y veraz que suene, es siempre correcta, de ahí la importancia de corroborar con fuentes diversas y no estancarnos en aquello que coincida con nuestras nociones preconcebidas. Eventualmente esto nos llevará a formar un criterio propio que esté compuesto de aquello que más resuene con nosotros.