Ramsés Oviedo Pérez
¿De dónde viene ese entusiasmo radical por creer que la soberanía de un país es la amenaza al vecino? Si algo queda pendiente, es analizar el fondo de nuestras apetencias psicopolíticas. Quizá sirve destronar de golpe nuestras ideas de salvación y peligros comunitarios; porque ante tantas posibilidades de transgredir el límite de las normas establecidas, sin duda vuelven a resucitar las expectativas –ajenas a las agendas de las clases medias– de nuevos órdenes mundiales. Ahí el cuerpo no ha quedado exento, los padece. Como territorio que resiente el maquiavelismo hoy travestido de liberacionista, el cuerpo vive el tema de la convivencia como tema politizado. Resiente su peso.
En último término, estamos reforzando el dominio de las fronteras. La activación de pensamiento fronterizo deviene del pensamiento amurallado, lo cual tiene un alcance trágico: aviva el conflicto y hereda el ruidoso paisaje de la capitalización global. Se debe recordar que nuestro contexto hiperpolítico (cuyo “régimen de historicidad” acelerado lo dejó ver con más claridad el coronavirus), está creciendo a base de enérgicos aislamientos (epistémicos, geopolíticos, dialógicos).
A la larga, confinados, o en plena calle, voy a seguir dudando si la felicidad debería ser el objeto esencial de la política. No es tan fácil mientras la necropolítica de amenazas nucleares desaparece la convivencia, mientras las potencias mundiales minimizan la tierra de los subalternos y dependientes. Desde entonces, pienso que llegó lejos el tránsito de la guerra fría a la paz caliente.
Pese a haberse deslocalizado las geografías de la paz, éstas deberían aparecer sin los centinelas del terror; sin los optimismos más hipócritas en cada rincón del globo. Debería tener un gran estilo de hospitalidad (sea o no altermundista), no como el lugar que asesina por invadir su “plaza” o su “nación” (a fin de cuenta, son formas de una misma necrosoberanía). Cuánto tiempo más seguirá la vis a vis Rusia/Ucrania, no lo sé. Sólo no habría que renunciar, para convivir siquiera un rato más antes narrar todo el antropoceno, a romper con esa constelación de fronteras estorbosas. Por eso archivemos las fronteras que van sobreviviendo mientras uno sobrevive. Quizás no queda más remedio que “embellecer el mundo con horrores” (como decía Schiller mucho antes de la irrupción de la post-ironía), aunque eso sea insuficiente para reconstruir una época de errores horrorosos.