Cuando dudo de mi carrera

Por Ricardo de Jesús Sánchez Rodríguez

De pronto, sucede. Aunque hasta ese momento había puesto atención a la clase, la voz motivadora del profesor explicando cómo resolver ecuaciones diferenciales comienza a atenuarse. Los cantos de los pájaros provenientes de las ventanas disminuyen su volumen y el sonido suave, pero constante del aire acondicionado se apaga de repente. Mis oídos captan todos los sonidos, más dejo de escucharlos. Mi mano, que segundos antes estaba a la máxima potencia tratando de escribir cada símbolo presente en el pizarrón, se detiene en seco. Un pensamiento (o mejor dicho, una filosa daga) cobra cada vez más fuerza dentro de mi mente. Una duda tan simple pero tan eficaz para hacerte sentir como el ser más ingenuo que ha pisado la Tierra: “¿y si elegí mal mi carrera?”.

Volteo hacia todas mis direcciones y no veo más que múltiples rostros fascinados por entender la belleza de las matemáticas. Por lo menos hay una persona que sostiene entre sus manos un libro entreabierto, comparando a tiempo real las explicaciones del profesor con las del texto. Tres o cuatro personas asienten sin cesar al entender con claridad el tema de la clase. Uno o dos compañeros alzan la mano para interrumpir al profesor y preguntar alguna duda. “¿Por qué siento que no pertenezco aquí?”, pienso.

De repente el profesor comienza a borrar el pizarrón. Me doy cuenta de que durante los cinco minutos que pasaron mientras estaba divagando, la sesión estaba a punto de entrar a un nuevo tema. Me apuro a anotar lo que pueda, mientras los números plasmados a plumón comienzan a desaparecer. Es entonces cuando el docente anuncia que pasará a varios alumnos al pizarrón para resolver problemas con base en lo que acaba de explicar. Cuando pasan los primeros voluntarios hago un intento por entender su procedimiento, pero acabo más estresado.

Es ahí cuando me rindo. Me levanto de mi silla y me dirijo hacia el exterior. Abro la puerta y una ráfaga de aire fresco abofetea con delicadeza mi rostro. Me dirijo hacia el baño, abro la puerta y con prisa me recargo sobre el lavamanos. Me observo atentamente en el espejo. “¿Elegí bien mi carrera?”, me pregunto de nuevo. “Todos entienden los temas a la perfección, menos yo. Creí estar a la altura de mi generación, pero estuve equivocado. ¿Realmente serviré si continúo aquí?”. Me sigo viendo sin parpadear y deseo llorar. Digo deseo porque mis ojos se niegan a soltar lágrima alguna. Paredes invisibles percibo de mi interior al “afuera” de forma que los gritos de frustración se quedan ahogados dentro de mi ser. “Cuando estaba en preparatoria, añoraba la universidad”, pienso. “Deseé sentirme parte de algo, amar mi carrera, percibir sintonía con mis compañeros, enamorarme de lo que estudio y, sin embargo, yazco en el interior del baño huyendo de una clase que pude haber entendido a la perfección en otra vida, donde hubiera tomado la decisión correcta”.

Cuando tomo la fuerza necesaria, me lavo las manos y abro la puerta del baño. Es entonces cuando, durante el trayecto de vuelta al salón de clases, algo llama mi atención. Me detengo, volteo hacia arriba y contemplo un hermoso paisaje pintado con filas de nubes alineadas como un peine de algodón que interrumpe la infinita extensión del azul celeste. Los pájaros alzan sus alas y aquellos que yacen en ramas de árboles me cautivan con su cantar que por fin vuelvo a oír. La brisa del viento ya no abofetea sino que acaricia mi ser como un cálido consuelo que llega desde todas partes. Cierro mis ojos y es ahí cuando una leve lágrima se asoma por mi ojo izquierdo. El mundo de ideas que tenía en mi mente hacía un instante se pausa por completo.

Recuerdo entonces las razones por las cuales entré a mi carrera. De pronto ignoro mi falta de conocimiento actual y recuerdo mi meta de hacer algo por el mundo: un aporte a la humanidad. Recuerdo que varias veces he dudado de mis capacidades, pero lo supe manejar y pude mantenerme a flote. Y finalmente, recuerdo que pese a todas las circunstancias, resulta que sí amo conocer el mundo desde la perspectiva que la carrera ofrece y que hay aún mil fronteras por cruzar. Continúo mi trayecto al salón y justo antes de abrir la puerta para volver a la clase, suelto una sonrisa leve mientras digo para mí: “el show debe continuar”.

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