Por Rosalinda Becerra
Leer un poema de Alejandra Pizarnik, fue el inicio de un interesante y maravilloso hiperfoco.
y que culpable me siento, inexplicablemente, de andar con mi ropa vieja, toda yo desarreglada, despeinada, triste, asexuada, cargada de libros, con mi expresión tensa, dolorida, neurótica, oscura, y mi ropa ambigua, mis zapatos polvorientos, en medio de mujeres como flores, como luces, como ángeles.
Alejandra Pizarnik, en sus diarios, 3 de enero de 1960
Pizarnik, con mente y corazón inquietos, nació un 29 de abril de 1936 en la vibrante ciudad de Buenos Aires, Argentina. Desde joven, Alejandra se sumergió en las profundidades de la filosofía, buscando respuestas que trascendieran lo superficial. No se conformó con soluciones superficiales; cada verso de su poesía representaba un reto a lo convencional, una invitación a desafiar el status quo. Como alguien que también se adentra en las complejas corrientes del pensamiento filosófico, comprendo la inevitable necesidad de cuestionar y explorar los matices más profundos de la existencia.
Detrás de la belleza melancólica de sus versos, Alejandra confrontaba una lucha interna desgarradora. A lo largo de su vida, enfrentó diversas afecciones de salud mental, como la ansiedad y la depresión. Estos desafíos no solo formaban parte de su narrativa personal; eran el alma de su ser. Cada palabra que plasmó, cada línea que compuso, era un reflejo del peso de su desconsuelo y, simultáneamente, de la esperanza que nunca dejó de albergar. Pizarnik combatía sus demonios internos, encontrando al mismo tiempo consuelo en la magia del lenguaje, descubriendo en la poesía un bálsamo para sanar las heridas del alma.
La empatía que destilan sus poemas entrelaza un vínculo invisible entre aquellos cuyas mentes se desvían de la norma. Pizarnik nos mostró que es posible encontrar belleza aún en los momentos más oscuros. Su obra poética ofrece un refugio para quienes experimentamos el mundo con una intensidad que, a veces, resulta abrumadora. Nos obsequió un legado de exquisita sensibilidad, extendiéndonos una invitación a aceptar nuestra neurodivergencia no como un obstáculo, sino como una perspectiva única para percibir y sentir el mundo. Su poesía nos recuerda que la hipersensibilidad, lejos de ser una debilidad, es el reflejo de nuestro vínculo inherente con la vida.
La compasión que emana de sus palabras forja una conexión que nos une a todos, trascendiendo cualquier diferencia neurológica. Pizarnik nos revela que en la vulnerabilidad y la intensidad de nuestras emociones se halla una fortaleza inquebrantable, un lazo genuino con la humanidad. Su poesía nos inspira a brindar apoyo a aquellos que enfrentan sus propias batallas internas, recordándonos que, en la empatía y el apoyo mutuo, encontramos nuestra mayor fortaleza. Alejandra Pizarnik dejo mucho más que palabras; su herencia es un canto a la sensibilidad humana en toda su riqueza y complejidad. Su obra perdura como un faro de esperanza en la oscuridad, encaminándonos hacia una comprensión más empática de nosotros mismos y de nuestros semejantes.