Por Ricardo de Jesús Sánchez Rodríguez
Considero un hecho infalible que La sociedad de la nieve, recién producción de Netflix, ha tenido un éxito tal que basta con darle un vistazo a las redes sociales para ver que ha causado una infinidad de reacciones de internautas alrededor del mundo. Y es que no es sorpresa que a muchas personas se nos pasó por la cabeza una pregunta que no nos haya dejado dormir: ¿qué pasaría si me tocara vivir una experiencia similar?
A lo largo de dos horas y media viendo a jóvenes de mi edad pasar por un verdadero martirio ante el frío, incertidumbre y hambre, ráfagas de impotencia, tristeza y miedo me invadieron. Las actuaciones, la buena dirección y la magnífica banda sonora crearon una desgarradora experiencia que cumple con el objetivo de contar a los espectadores una versión realista del milagro de los Andes. Logró (al menos en mi caso) hacerme sentir dolor por cómo tantas personas querían regresar a casa, a terminar sus sueños, a abrazar a sus familiar… y no lograron hacerlo.
Cuando vi esa película, estaba con mi familia en la sala. Recuerdo bien cómo durante los créditos finales nadie exclamaba ni una sola palabra (tal vez porque aún teníamos aquél nudo en la garganta producido por tan conmovedora escena final). Fui el primero en levantarse del sillón y en dirigirse a la cocina. Tengo muy presente el momento en que abrí el refrigerador en busca de algo de comer y de forma repentina me dieron ganas de llorar. “¿Cómo es posible…”, me decía, “… que yo sea capaz de quejarme de no tener algo ‘rico’ de comer después de ver a gente rezando por comida en medio de la nada?”. “¿Cómo es posible que tantas veces me quejé de que me va mal en la vida cuando vi a jóvenes de mi edad enfrentando situaciones de vida o muerte?”.
El filme nos recuerda nuestra frágil naturaleza. Damos por sentado que llegaremos a vivir al siguiente día, pero no tenemos idea de lo que “nos tocará”. Posponemos muchas de las cosas de verdadero valor a fin de poder acabar las tareas principales impuestas en la sociedad que vivimos (llámese trabajo, escuela, etcétera). Decidimos seguir peleados con nuestros seres queridos dando por seguro que al día siguiente todos seguiremos vivos y que “el tiempo” sanará las heridas. Sin embargo, se nos olvida que en cualquier instante podemos dejar este mundo.
Por otro lado, esta obra me hizo recordar guerras, accidentes y desastres naturales que han pasado a lo largo de la historia humana, haciéndome difícil aceptar que tanta gente haya sufrido (y sigue sufriendo) una infinidad de aterradoras experiencias. Siento siempre la impotencia de no ser capaz de hacer nada más que compartir noticias y donar víveres cuando surge la oportunidad. Resulta imposible ignorar, la sensación de solidaridad quiere ir más allá: añoro poder abrazar a las personas, a ser capaz de levantar los escombros, de curar su miedo y socorrer tanto a su cuerpo como a su alma. Sanar las heridas, apagar el fuego de enormes incendios… pero son “poderes” que nosotros los humanos no poseemos.
Sin embargo, esta película de alguna forma también es esperanzadora. Muestra también el lado fuerte de los seres humanos, ya que son nuestras palabras, actos de amor y nuestra compasión, aquellas herramientas que nos hacen capaces de derrumbar muros invisibles para crear una comunidad como la sociedad de la nieve. Nos hace preocuparnos unos por otros para intentar salir adelante. Sea una situación tan desastrosa como la del accidente en los Andes o en una situación más cotidiana, podemos ser capaces de alentar a nuestros prójimos usando nuestros conocimientos y aportando así a la sociedad donde vivimos.
Es así como La sociedad de la nieve puede considerarse como un recordatorio de la sutil, pero innegable probabilidad de morir en cualquier momento que podemos usar como detonador para anticiparnos a abrazar a nuestros padres, decir “te amo” a nuestra pareja, abrazar a nuestra mascota, agradecer por nuestra comida, nuestra ropa, nuestras amistades, ¡la oportunidad de vivir un día más de vida! Y también es un recordatorio que siempre hay quién necesite nuestra ayuda, y esa sensación de empatía (superpoder nuestro) puede usarse como catalizador de nuestros buenos actos, ofreciendo apoyo a quienes sabemos que lo necesita en lugar de desviar la mirada.