Ramsés Jabín Oviedo Pérez
Para que nos entendamos, la comprensión de la praxis filosófica, desde la antigüedad hasta la actualidad, requiere la presencia de materiales documentales que son indispensables en la participación de sus actividades culturales. Sin ellos, se desdibuja la historia. En la época de Platón o Aristóteles pueden identificarse bibliotecas forjadas con pergaminos en buen o mal estado, los cuáles, en su contexto, eran la base convencional de consulta para acceder a los conocimientos (esotéricos o exotéricos) de sus círculos intelectuales. Una vez conocidos los registros documentales se abría la posibilidad —eso creemos— de llevar a cabo una crítica rigurosa. Y así sigue ocurriendo, es parte de la tradición filosófica.
Tras siglos de historia, el andamiaje documental y archivístico ha sido una de las bases de los autores, editores, impresores, libreros y lectores, es decir, agentes sociales que saben identificar el rico, complejo y profundo valor de las fuentes filosóficas. Por ello, en primera y última instancia, puede decirse que toda la comunidad filosófica “institucionaliza” determinadas prácticas de escritura y lectura. Si bien existe la búsqueda de un “canon” de obras fundacionales —un ejemplo al
que me refiero puede verse en la entrada de Wikipedia titulada List of important publications in Philosophy— capaz de perpetrar una larga y longeva existencia, el tema del documento es el que resulta inevitable observar en el cruce entre filosofía y bibliotecología.
Así, al abordar el sustrato documental de la filosofía, ilustres autores suponen que la investigación académica se cimenta con el otro, el documento, por lo que el trabajo filosófico necesita articularse con, desde y a partir —aunque no exclusivamente— de una evaluación del documento filosófico. De hecho, son fuentes de información primarias (obras originales de filósofos, historias de la filosofía, monografías, artículos, literatura gris), secundarias (catálogos, boletines, diccionarios) y terciarias (guías de obras de referencia, etc.). Es así como nos enseña el filósofo mexicano José Rubén Sanabria, que el estudio profesional de la filosofía requiere de cinco elementos indispensables:
- Repertorios bibliográficos
- Diccionarios y enciclopedias
- Historias de la filosofía
- Antologías críticas
- Revistas académicas
No queda de otra, son entidades documentales, quizás tesoros, que le dan razón de ser al área de conocimiento de la filosofía. Parecería que es más que eso, pero las prácticas y saberes exigidas en la comunidad filosófica prosperan gracias a la talacha del trabajo documental. Es un proceso histórico transparentado en la gran producción de documentos en el campo de la filosofía que, con el paso de los años, conforman parte del patrimonio documental de la nación de los siglos XVI al XIX. Verdad, sí, que el camino trazado por la filosofía en México se ha constituido con autores y corrientes que entablaron diálogos y controversias con otros continentes, pero siempre ha quedado patente esa evolución en los soportes informativos, tan constantes que no han claudicado.