Suicidio divino, decayendo a la vida

La autora es estudiante de la Maestría en Ciencias (Física) del Instituto de Física de la UASLP. Combina su pasión por la academia científica con la cultura popular (anime, manga, mitología) y narrativas colaborativas (roleplay), utilizando estas últimas como vehículo para una divulgación subliminal. Fue una de las ganadoras del Concurso de Cuento para Alumnos Universitarios  “Historias Cuánticas” con motivo del Año Internacional de la Ciencia y la Tecnología Cuánticas.

Andrea Edith Ríos Rodríguez

—Entonces … ¿Quieres morir? ¿Realmente quieres morir o solo no quieres vivir? —preguntó una jovencita de baja estatura a Leonardo, quien por poco cae al abismo que contemplaba indeciso antes de escuchar la animada voz a su lado.

—¡Eso no te incumbe! Además, tú no deberías estar aquí sola a esta hora, vete a casa y déjame en paz— reprochó el joven delgado y moreno, tomándola de la mano para alejarla de la orilla.

—¡Claro que me incumbe! Después de todo yo… ¡Soy como “La Parca”! Y estoy aquí porque tienes algo especial. Mira, yo fui bendecida por un Dios para no morir. O bueno, mejor dicho, sí estoy muerta, he muerto muchas veces, es complicado —respondió, agarrando con ambas manos a Leonardo. Pese a ser de complexión delgada, parecía tener la fuerza de un hombre mayor y fornido.

—Suéltame y deja de hablar de estupideces. Yo te veo demasiado viva, joven y alegre para ser “la muerte”. No entiendes nada de la vida —dijo mientras pellizcaba la mano de la chica para soltarse. La joven soltó una risa mientras miraba su mano ser lastimada, sin ceder ni un poco.

 —Quizá, pero puedo intuir que no te va bien. Tal vez tienes muchos sueños que es difícil que lleves a cabo por no tener las habilidades necesarias, eres malo en las cosas que te gustan, no tienes pareja, tus amigos dejaron de insistir en salir contigo, tienes hartos a tus padres o no sabes qué camino elegir para darle rumbo a tu vida. ¿Es algo de eso? —dijo risueña, pero su mirada parecía triste.

Leonardo ya estaba hartándose de esta persona tan metiche y rodó los ojos sin negar o afirmar ninguna insinuación. Decidió seguirle el juego y dijo: —Bien, si eres “la muerte” ¿entonces por qué me estás reteniendo? ¿No deberías mejor dejarme saltar y reclamar mi alma?

La joven no respondió, se quedó pensativa un rato para luego simplemente soltarlo. Leo apenas iba a suspirar de alivio cuando sintió que lo empujaron por el hombro, directo al abismo. De repente, se encontraba cayendo, los ojos cerrados, las lágrimas dejando en sus ojos una sensación fría. Sus pensamientos de arrepentimiento fueron interrumpidos por un golpe sordo y un terrible dolor. Confundido miró de un lado a otro, palpó debajo de él la rugosa y fría roca de la montaña, luego volteó hacia arriba, unos ojos brillantes lo observaban y una enorme sonrisa se dirigía a él. La joven saludó y de un salto llegó a donde estaba.

—Me parece que aún no te toca. ¡Oh! Tranquilo, llamé a emergencias luego que te empujé, así que vendrán por ti. Aunque si no quieres aún puedo rodarte a la orilla.

Leo suspiró, la miró y forzándose a sentarse musitó:

—Lo hiciste a propósito, me empujaste hacia aquí ¿Por qué?

—Porque cuando alguien me quiso empujar a una plataforma yo la esquivé… metafóricamente — respondió tranquila, sin forzar una sonrisa como antes —.Te contaré mi historia en lo que llegan por ti, verás yo…

—¿Puedo conocer tu nombre antes? —interrumpió Leo.

La chica se rio y respondió:

 —El nombre que me dio Dios después de morir es Xin, pero mi nombre original ni yo lo recuerdo.

Leo levantó una ceja e internamente se rio porque ese nombre y el rostro de quien lo portaba le resultaban de nacionalidades distintas. Xin comenzó a hablar y garabatear en el suelo.

Resulta que esta joven tuvo una vida sencilla. Sus padres, aunque no eran perfectos, eran amables, la escuela no era un problema para ella, estudiar era algo que disfrutaba y se le facilitaba. Del mismo modo, tenía una vida social aceptable, varias amistades y un novio muy atractivo. Escucharla sólo hacía que Leo rodara los ojos y moviera molesto su quijada, pero Xin siguió sin importarle la reacción.

Si bien su vida parecía al principio idílica, de pronto su rostro cambió de estar alegre a pesaroso y comenzó a enumerar lo malo: sí, sus padres no eran malos con ella, pero tampoco era que recibiera atención de su parte, ni para bien ni para mal. Si ella hacía una travesura la respuesta que recibiría era un “no lo vuelvas a hacer” y si hacía algo bien no recibiría halagos. Como no tenía que esforzarse en la escuela no sentía motivación, se conformaba sólo en cumplir y los profesores eran indulgentes con ella incluso si no trabajaba. La parte social de su vida se limitaba al compañerismo, no compartía tantos intereses con sus grupos de amigos, no sentía que perteneciera por completo. Su pareja tampoco era una persona tan cariñosa, se veían sólo cuando había tiempo, una calidez superficial.

Todo era tan monótono y solitario hasta que encontró a un profesor de su escuela que, al igual que ella, no destacaba mucho, excepto quizá por su origen asiático. Había algo peculiar en esta persona, siempre que lo miraba, una sonrisa apacible aparecía en su rostro y eso la hacía sentir atraída y asustada.

Comenzó a esforzarse para acercarse más a él, charlando sobre la escuela y su vida. Estaba contenta de haber encontrado a alguien dispuesto a escuchar todo lo que dijera, siempre sonriendo e interesándose en su plática. Sentía que la soledad en su corazón cesaba al menos en los momentos donde estaba junto a él.

Esta cercanía comenzó a hacerla notar lo extraño de ese profesor, quien no era sólo un lisiado social en norma, sino que parecía genuinamente no entender nada básico en comunicación o sensibilidad. Sus notas eran del tipo: “los humanos se creen importantes”, “no les gusta que los miren demasiado, tampoco les gusta que no los miren”, “tienen pensamientos divertidos sobre el mundo”, “piensan gracioso sobre nosotros”.  Todo esto tenía a Xin muy confundida, pero se animó a preguntarle directamente sobre qué querían decir esas cosas.

El profesor explicó que él era una clase de Dios olvidado que, aburrido por ya no responder plegarias y alimentarse de ofrendas como antes, decidió ver qué pasaba en el reino mortal, convivir con los humanos. Quería ver qué perdieron o qué ganaron para ya no necesitar de él, incluso si eso significaba ir perdiendo sus poderes gradualmente. Después de compartir varios años con todo tipo de personas, encontró fascinante al mundo de la ciencia que desafiaba a los dioses, donde los humanos eran guiados por su curiosidad para saber cómo funciona todo. Era lindo para él verlos esforzarse en querer saber más y nunca sentirse satisfechos, como ver una tierna mascota perseguir su cola.

Deambuló así hasta que alguien ideó un experimento arriesgado, aunque meramente hipotético: El “suicidio cuántico”. Este consiste en someter a una persona a un mecanismo letal activado por el decaimiento cuántico de un átomo, lo que fuerza al universo a bifurcarse: en una rama, donde el átomo decae, la víctima perece; en otra no decae y sobrevive, permaneciendo como una clase de inmortal caprichoso que no ha alcanzado armonía con el Dao, es decir, la sincronía con el flujo natural de la existencia, como lo marcan las leyes divinas.

 ¿Cómo osarían jugar con la muerte usando la física? La teoría de los universos múltiples llevaba décadas planteada, ¿pero por qué elegir algo tan siniestro?

—¿No bastaba con decidir entre comer dulce o salado? —se quejaba con la menor —. Luego se escandalizan: “Es anti-ético”, “solo es teórico, nunca lo haremos”. ¡Jugar con la muerte es burlarse de los dioses! —resopló indignado —, aunque… al menos solo lo imaginaron. Los perdono.

Inevitablemente, la joven empezó a interesarse con el tema, pero se convirtió en su obsesión, alejando a todos los que quiso alguna vez o con quienes compartió algo. No se sentía satisfecha sólo aprendiendo matemáticas y física, ni le importaba conseguir renombre. Ella quería más, quería saber qué pasaba en carne propia, y para eso le pediría ayuda a su amigo todopoderoso. Este, recordando sus principios celestiales le respondía que no era correcto, que no debía interferir, le rogó no hacerlo por su propio bien. Ella replicaba diciendo que era su decisión, una tan común como “satisfacer sus deseos, incluso si atentan contra su propia vida”.

Usando su cariño mutuo, argumentó que al morir ella, lo dejaría solo, justo como cuando su último templo cayó y el Dios, temeroso de su propia desaparición, terminó por aceptar. Le confiscó su nombre real, es decir, su vínculo con el Shengsi Bu (el libro de la vida) cambiándolo por Xin, que significa “Nueva” en chino, y le dio una condición: una vez satisfecha, ella moriría e ingresaría al Diyu, el juzgado de las almas en el inframundo, y, antes de esto, ayudaría a otro ser humano a aprender la lección que ella no pudo para así aligerar su karma.

Ella aceptó y preparó todo para comenzar el nada ético ni trascendente experimento. Se colocó dentro de una cámara, siendo apuntada por un arma cuyo gatillo dependía de un átomo radiactivo. Cuando accionó el sistema, todo se hizo negro, luego despertó. Preguntó a su amigo sobre qué sucedió y él respondió que murió en el otro universo. Al principio no le creyó y volvió a accionar la máquina una y otra vez, pero entre más repetía ese experimento, más triste se ponía aquel Dios, quien, para dar fin a este bucle, desconectó todo y la instó a salir a ver el mundo.

Xin salió y vio que en este mundo todo estaba como ella soñó: sus padres eran cariñosos, tenía un par de amigos que eran muy leales y compartían intereses, no tenía pareja, tenía una carrera que quería seguir, ya no estaba sola. Pero nada de esto le pertenecía a ella. Las vivencias y memorias de la Xin del nuevo universo no se transferían a ella, aquí la otra Xin había tomado decisiones que en su mundo no tomó y aprendido cosas que ella desconocía.

El Dios la miró compasivo y le ofreció consuelo, no había más que hacer aparte de eso. Le pidió que tratara de vivir esta vida que se robó a sí misma y ella aceptó para poder cumplir el acuerdo.

Cuando terminó de hablar, Xin sonrió amargamente y miró a Leo

—…y por eso estoy aquí, porque no quise escuchar cuando me lo pidieron. Trato de vivir una vida plena ahora y cumplir mi misión de ayudar a alguien. Te elegí a ti porque tienes una vida que es todo lo contrario a mi vida original y sin embargo querías terminar con ella. Quería que al menos aprendieras la lección, y también quitar esa curiosidad tuya de intentar morir.

Leo estaba sin saber qué decir, suspiró pensando en todo lo que la chica le contó y, cuando la ambulancia llegó por él, reflexionó sobre su vida durante un largo rato hasta quedarse dormido. Regresando a casa, abrazó a su familia, comenzó a esforzarse en las tareas pendientes y envió mensajes a sus amigos, agradeció mucho haber conocido a esa chica en el momento oportuno.

Se reencontraron y ella le presentó al Dios. Leo le explicó cómo salvó su vida, cumpliendo con la condición de ayudar a una persona, luego le rezó por su bendición para ayudarla a estar satisfecha en este universo y así cumplir con lo que sea que se requiriera en ese inframundo burócrata.

Los años pasaron, ambas personas unieron sus caminos y un día el nombre de Xin fue reemplazado por su nombre original en todo recuerdo de las personas que la conocían y en cada lugar donde fue escrito. Ambos pasaron la historia del Dios a sus hijos, nietos y amigos para que, llegado el momento de fallecer, este no desapareciera ni se sintiera solo de nuevo.

Ese momento llegó antes para ella y él esperó pacientemente hasta unírsele. Así, se despidió de su inmortal amigo, que continúa rondando en este mundo, cautivándose por el corazón y curiosidad de los humanos.